Null Maestro madrileño; último tercio del siglo XVII.

"Purísima Concepción".

Ó…
Descripción

Maestro madrileño; último tercio del siglo XVII. "Purísima Concepción". Óleo sobre lienzo. Repintado. Presenta repintes, faltas y ampliaciones antiguas. Medidas: 81 x 57,5 cm. La representación de María como Inmaculada con la figura de cuerpo entero, de pie sobre un creciente lunar, que se dispone en el centro de la composición, es una representación habitual en la historia del arte. El cristianismo medieval debatió apasionadamente la creencia de que María fue concebida sin mancha de pecado original. Algunas universidades y corporaciones juraron defender este privilegio de la Madre de Dios, varios siglos antes de que el Concilio Vaticano I definiera el dogma de fe en 1854. A finales de la Edad Media surgió la necesidad de dar forma iconográfica a esta idea, y se tomó el modelo de la Mujer Apocalíptica de San Juan, manteniendo algunos elementos y modificando otros (la Mujer Apocalíptica está embarazada, pero no la Inmaculada). La imagen definitiva se materializó en el siglo XVI, al parecer en España. Siguiendo una tradición valenciana, el padre jesuita Alberro tuvo una visión de la Inmaculada Concepción y se la describió al pintor Juan de Juanes para que la representara con la mayor fidelidad posible. Se trata de un concepto iconográfico evolucionado, a veces asociado al tema de la Coronación de la Virgen. María aparece de pie, vestida con túnica blanca y manto azul, con las manos cruzadas sobre el pecho, con la luna a sus pies (en recuerdo de la castidad de Diana) y pisando la serpiente infernal (símbolo de su victoria sobre el pecado original). Alrededor de su cabeza, a modo de aureola, lleva las doce estrellas, símbolo de plenitud y en alusión a las doce tribus de Israel. La mayoría de estas imágenes están acompañadas en la pintura por los símbolos marianos de las letanías y los salmos. Muchos artistas trabajaron sobre este tema, destacando las obras de Mateo Cerezo (Burgos, 1637 - Madrid, 1666) y José Antonílez (Madrid, 1635-1675) por el gran número de obras que dedicó a la Inmaculada Concepción, de las que se conservan una veintena, tres de ellas firmadas en el Museo del Prado. Consiguió crear un tipo iconográfico propio de extrema elegancia y refinamiento, en el que la Virgen aparece con el rostro concentrado, dulcemente ensimismada a pesar del atareado grupo de ángeles que la rodea. La escuela madrileña surgió en torno a la corte de Felipe IV primero y de Carlos II después, y se desarrolló a lo largo del siglo XVII. Los analistas de esta escuela han insistido en considerar su desarrollo como resultado del poder aglutinante de la corte; lo verdaderamente decisivo no es el lugar de nacimiento de los distintos artistas, sino el hecho de que se educaran y trabajaran en torno a y para una clientela nobiliaria y religiosa asentada junto a la realeza. Esto permitió y fomentó una unidad estilística, que fue evolucionando hacia un lenguaje barroco más autóctono, ligado a las concepciones políticas, religiosas y culturales de la monarquía de los Habsburgo, antes de extinguirse con los primeros brotes del rococó. Las técnicas más utilizadas por estos pintores fueron el óleo y el fresco. Estilísticamente, partían de un naturalismo con notable capacidad de síntesis para desembocar oportunamente en la complejidad alegórica y formal propia del Barroco decorativo. Estos artistas mostraron una gran preocupación por el estudio de la luz y el color, como podemos ver aquí, destacando inicialmente el juego de tonos extremos característico del tenebrismo, que luego fueron sustituidos por un colorido más exaltado y luminoso. Recibieron y asimilaron influencias italianas, flamencas y de Velázquez.

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Maestro madrileño; último tercio del siglo XVII. "Purísima Concepción". Óleo sobre lienzo. Repintado. Presenta repintes, faltas y ampliaciones antiguas. Medidas: 81 x 57,5 cm. La representación de María como Inmaculada con la figura de cuerpo entero, de pie sobre un creciente lunar, que se dispone en el centro de la composición, es una representación habitual en la historia del arte. El cristianismo medieval debatió apasionadamente la creencia de que María fue concebida sin mancha de pecado original. Algunas universidades y corporaciones juraron defender este privilegio de la Madre de Dios, varios siglos antes de que el Concilio Vaticano I definiera el dogma de fe en 1854. A finales de la Edad Media surgió la necesidad de dar forma iconográfica a esta idea, y se tomó el modelo de la Mujer Apocalíptica de San Juan, manteniendo algunos elementos y modificando otros (la Mujer Apocalíptica está embarazada, pero no la Inmaculada). La imagen definitiva se materializó en el siglo XVI, al parecer en España. Siguiendo una tradición valenciana, el padre jesuita Alberro tuvo una visión de la Inmaculada Concepción y se la describió al pintor Juan de Juanes para que la representara con la mayor fidelidad posible. Se trata de un concepto iconográfico evolucionado, a veces asociado al tema de la Coronación de la Virgen. María aparece de pie, vestida con túnica blanca y manto azul, con las manos cruzadas sobre el pecho, con la luna a sus pies (en recuerdo de la castidad de Diana) y pisando la serpiente infernal (símbolo de su victoria sobre el pecado original). Alrededor de su cabeza, a modo de aureola, lleva las doce estrellas, símbolo de plenitud y en alusión a las doce tribus de Israel. La mayoría de estas imágenes están acompañadas en la pintura por los símbolos marianos de las letanías y los salmos. Muchos artistas trabajaron sobre este tema, destacando las obras de Mateo Cerezo (Burgos, 1637 - Madrid, 1666) y José Antonílez (Madrid, 1635-1675) por el gran número de obras que dedicó a la Inmaculada Concepción, de las que se conservan una veintena, tres de ellas firmadas en el Museo del Prado. Consiguió crear un tipo iconográfico propio de extrema elegancia y refinamiento, en el que la Virgen aparece con el rostro concentrado, dulcemente ensimismada a pesar del atareado grupo de ángeles que la rodea. La escuela madrileña surgió en torno a la corte de Felipe IV primero y de Carlos II después, y se desarrolló a lo largo del siglo XVII. Los analistas de esta escuela han insistido en considerar su desarrollo como resultado del poder aglutinante de la corte; lo verdaderamente decisivo no es el lugar de nacimiento de los distintos artistas, sino el hecho de que se educaran y trabajaran en torno a y para una clientela nobiliaria y religiosa asentada junto a la realeza. Esto permitió y fomentó una unidad estilística, que fue evolucionando hacia un lenguaje barroco más autóctono, ligado a las concepciones políticas, religiosas y culturales de la monarquía de los Habsburgo, antes de extinguirse con los primeros brotes del rococó. Las técnicas más utilizadas por estos pintores fueron el óleo y el fresco. Estilísticamente, partían de un naturalismo con notable capacidad de síntesis para desembocar oportunamente en la complejidad alegórica y formal propia del Barroco decorativo. Estos artistas mostraron una gran preocupación por el estudio de la luz y el color, como podemos ver aquí, destacando inicialmente el juego de tonos extremos característico del tenebrismo, que luego fueron sustituidos por un colorido más exaltado y luminoso. Recibieron y asimilaron influencias italianas, flamencas y de Velázquez.

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